Quizá uno de los pequeños placeres de nuestro súbito ascenso y posterior expulsión del Primer Mundo durante la década del '90 fue el hecho de tener acceso material importado, como discos o libros, que de otra manera hubiera sido casi imposible de conseguir. Aún hoy lamento no haber contado en esta época con los billetes suficientes para aprovisionarme de todo el material que me fuera posible, pues -a qué negarlo- íntimamente sabíamos que el "1 a 1" era una bomba a punto de estallar y que en algún momento -como todo en la vida- se iba a terminar (vale decir, a estallar, como efectivamente ocurrió).
De hecho, podías encontrar en cadenas de disquerías no especializadas, como Tower, CDs que -puedo dar fe- los propios empleados desconocían por completo, y que no eran precisamente rarezas. Los mejores álbumes de Stevie Wonder, Kate Bush, rarezas de Bob Dylan; el no menos recomendable disco doble "The River", de Bruce Springsteen, por citar algunos ejemplos que me vienen a la mente, eran sistemáticamente ignorados en las bateas, mientras el público masivo corría presuroso a conseguir lo último de Ricky Martin o Chayanne, que en aquellos años cantaban baladas románticas para las chicas. Aclaro que no está en mi ánimo jactarme de mis preferencias musicales, sólo intento exponer la situación del modo más equilibrado posible.
Y ahora, habiendo transcurrido un tiempo prudencial de la hecatombe 2001-2002, las pocas disquerías que sobreviven ofrecen sus productos por las redes, sobre todo Mercado Libre, en lugar de hacerlo en un lugar físico. Sea como fuere, lentamente fueron reponiendo aquel material, pero la cosa cambió, por lo cual los precios son bastantes prohibitivos para la clase media (de $ 39 en adelante por cada compact, en promedio).
Retomar el contacto con un buen disco es como hacerlo con un viejo amigo, alguien que siempre estará con nosotros. Cuando tenía 14 años, me compré "Wish you where here", de Pink Floyd, un disco que contiene 5 canciones. En aquel tiempo (1993), los chicos de mi generación escuchaban Nirvana y Guns N' Roses (en el mejor de los casos), y crecieron convencidos de que eso era el Rock N' Roll por antonomasia. Nada sabíamos de Hendrix (que nunca terminó de gustarme,), de Santana, de Led Zeppelin.
El conocer algo, desde luego, no implica que te vaya a gustar, pero un adolescente de 14-15 años tiende a escaparle a las obras complejas y que requieren una mínima predisposición para disfrutar de lo que nos pueden ofrecer.
El tiempo pasó. Tardé casi 10 años en reecontrarme con aquel disco de Pink Floyd, que le había regalado a un fulano para disimular mi ineptitud para escuchar y comprender los secretos que ese álbum encerraba.
Una tarde de 2002 (tal vez 2003, no me acuerdo bien), vi el disco en una conocida cadena de hipermercados (oh sorpresa) y lo compré. Desde entonces, me acompaña siempre.
Quizá por eso pienso que, en algún sentido, la relación que establecemos con los objetos se parece a la que mantenemos con las personas.