El jueves por la tarde nos reunimos con Laura a tomar un café. Hacía tiempo que no tenía noticias de ella, y a decir verdad tampoco me desvelaba el hecho de tenerlas.
Mientras iba manejando rumbo al lugar de encuentro no pude evitar que cierto temor se apoderara de mí ante la inminencia de la colisión. No será ni más ni menos que eso, una colisión de egos y de frases inconexas, pensé. De vez en cuando llegaban a mis oídos algunos rumores acerca de su vida, siempre imprecisos, demasiado inconsistentes como para ser tomados en cuenta seriamente. Por eso, estaba dispuesto a dejar que fuera ella quien me pusiera al tanto de lo acontecido estos últimos años.
Con Laura habíamos tenido un noviazgo fugaz siendo adolescentes, y el primer punto en común que dio comienzo a lo que vendría después fue la música: a ambos nos gustaba mucho Pink Floyd y otras bandas de rock sinfónico que, en la década del '90, ya no tenían ni la difusión ni los seguidores de antaño. Pero discutíamos muchas veces por nimiedades, cualquier tontería era sobredimensionada y hacía que entráramos en conflicto. Así y todo, duramos 6 meses juntos. Por supuesto, fui varias veces a su casa durante ese período, y su familia siempre me recibió muy bien.
Yo todavía conservaba recuerdos de aquellos encuentros íntimos, y creo que la frescura de los romances efímeros que sobrevienen en la Escuela Secundaria es imposible de recrear en las instancias sucesivas.
Pero ahora, los habíamos pasado los treinta y nos hallábamos en distintas etapas de la vida. Recién llegada de Francia, Laura paseaba su encanto por las calles de Lobos y se regodeaba con la envidia de sus viejos conocidos, que la observaban conducirse con la seguridad y la determinación de aquel que se encuentra en el ápice del éxito profesional. Por alguna extraña razón, cada vez que volvía a la Argentina ella pasaba por Lobos, se quedaba una semana en un hotel de la calle Junín, llamaba a unos pocos amigos, recorría la 9 de Julio el domingo por la tarde y el lunes siguiente regresaba a Europa sin dejar rastros.
Todavía no me explico por qué me llamó. Es cierto que teníamos una historia compartida, pero nunca me dio señales de que haya significado demasiado para ella.
Así que estoy aquí, esperándola.
Recuerdo una frase que me dijo al pasar, mientras hablábamos por teléfono: “No sabés lo que es el Barrio Latino. Estoy harta que toparme con los infelices que se van a Europa y lo primero que hacen es comprar yerba, dulce de leche, y escuchar Radio 10 por Internet”.
Evidentemente, Laura me dio la impresión de ser una mujer a la que no les gustaba mirar hacia atrás.
Llegué al bar unos quince minutos antes, por varios motivos. Quería elegir una buena mesa, que diera a la ventana. Además, necesitaba hilvanar bien las ideas y elaborar posibles respuestas para mostrarme seguro y aplomado ante cualquier pregunta que me descolocara. A esta mujer que se había vuelto afrancesada le gusta meter el dedo en la llaga, eso lo supe desde la primera vez la conocí. Sabía de su lucidez mental y de su facilidad para poner en evidencia las miserias ajenas de un modo elegante y aséptico. Otra razón de peso para ir al bar un rato antes era que me había propuesto buscar otros temas de conversación que eludieran la banalidad y los lugares comunes. Nada de “qué hay de tu vida”, “cómo es la vida en Francia” y boludeces por el estilo. Necesitaba concentrarme en temas que la dieran vuelo a la conversación. Confieso que por momentos se me cruzó por la mente la idea de irme del bar y dejarle al mozo algún pretexto para que le comunicara a Laura los motivos de mi súbita ausencia. No me hacía mucha gracia la idea de tener que planificar demasiado una conversación. Pero, al menos de mi parte, no había mucho que decir. Realmente me encontraba preocupado por pagar las deudas y ponerme al día con los usureros, de modo que el encuentro con una persona que estaba viviendo una realidad totalmente opuesta me despertaba una expectativa moderada. Desde que me escracharon en el Veraz nunca pude sacar un crédito en el banco y me vi obligado a pedir unos pesos a los buitres que sobrevolaban las financieras y las mesas de dinero. Mi insolvencia me hacía víctima fácil de la humillación y del escarnio público en un pueblo donde el que tiene un Audi A4 es considerado un millonario.
Me intrigaba saber si ella cedería ante el impulso de la vanidad y ensayaría gestos ampulosos ante mí, que no tenía mayores intenciones que entretenerme con una charla distendida y tomarme un respiro ante una situación que juzgaba asfixiantes.
Yo ya estaba de vuelta, y no iba a tolerar que ningún iluminado recién llegado de Europa me viniera a romper los esquemas o a intentar enseñarme la fórmula de la felicidad.
Cuando uno espera algo que nunca llega es entendible hasta cierto punto, pero cuando se aguarda la llegada de algo que ya está presente en nuestras vidas, no hay camino posible por recorrer, no hay distancia, hay miopía.