El diario “La Justicia” había sido fundado en 1970, durante
la efímera presidencia de Roberto Marcelo Levingston. Era un viejo edificio en
Avenida de Mayo, muy cerca de la Plaza homónima. Supo tener un gran número de
lectores, pero cuando murió su fundador cambió su línea editorial y la gente,
que no es boluda, comenzó a volcarse a otros medios de prensa. Yo había entrado
como cronista hace ya 15 años, en la Sección Interés General.
Lo recuerdo como si fuera hoy. Era el 30 de abril de 2011 y
estaba desgrabando un reportaje que le había hecho a Froilán González, leyenda
del automovilismo. Me recibió en su casa, me atendió amablemente y hasta me
facilitó algunas fotos para publicar en el diario.
El Negro Ruiz era uno de los periodistas con más trayectoria
en la Redacción
del diario. Se llamaba Omar, pero lo apodábamos Floreal por el célebre cantor
de tangos. Renegaba de su apodo, pero se había acostumbrado, inclusive una vez
me regaló, con una sonrisa, un disco de Floreal Ruiz como consintiendo la
humorada. Siempre en mangas de camisa celeste, aún el pleno invierno. De
bigotes tupidos, pelado y con un cigarrillo negro en los labios.
Estaba prohibido fumar, pero como era el más veterano
hicimos una excepción con él. De todos modos, se tomaba la delicadeza de fumar
en el baño, dejando un olor insoportable entre el humo y el hedor de sus
propias heces.
Se dedicaba a cubrir notas sociales o culturales. Era un
periodista todo terreno, que podría haber llegado más lejos hasta que un par de
piernas ocupó la Secretaría
de Redacción. Recuerdo que por una primicia del Negro vendimos más de 200.000
ejemplares cuando anunció los indultos de Menem. Tenía contactos con un
funcionario de Cancillería que le pasó el dato y el Director, que era un
kamikaze como él, se animó a publicarlo. “Lanata se atribuyó el mérito, pero la
posta la tuve yo”, se jactaba.
Estaba cada uno en lo suyo, y sólo se oía el sonido de los
teclados de las computadoras. Hasta que comencé a escuchar un murmullo y vi
alguien que salía presurosa del despacho del Director.
Fue entonces que Andrea, Secretaria de Redacción, le dijo,
expeditiva:
-
Negro, hacete rápido una necrológica de Sábato. Se
murió hace unas horas. Está en todos los portales de Internet.
-
¡Colaboracionista de la Dictadura! –bramó el
Negro.
-
¿De qué estás hablando?- dijo Andrea, que quería apurar
el trámite porque estábamos a punto de cerrar la edición.
-
Ese tipo fue al famoso almuerzo en la
Casa Rosada, invitado por Videla y habló maravillas
de él. Todavía tengo la grabación –dijo, mientras desempolvaba un viejo
grabador con un casette que tenía como única inscripción “Sábato hijo de puta”.
-
Sí, es discutible, todo lo que vos quieras. Pero fue un gran
escritor, le otorgaron el Premio Cervantes...
-
No me jodas. Ese premio de mierda se lo dan a cualquiera.
-
Bueno, ¡Basta! Hacete la necrológica que estamos por
cerrar el kiosco!- dijo Andrea, ya fastidiada.
-
Está bien. Lo primero que debemos hacer, es buscar en el archivo. ¿Querés que vaya
a buscar testimonios de la gente que lo conoció?
-
Claro, pero hacelo por teléfono porque no llegamos.
Tomate un taxi o un remís hasta Santos Lugares y sacá las fotos que puedas.
-
¿Por qué no buscás la data en Wikipedia?- dijo con
candor Luciano, el más joven de todos.
-
No me rompas las pelotas, nene. Wikipedia no sirve para
nada. Cuando yo tenía tu edad las cosas eran diferentes. Aprendí a escribir a
máquina, no con estas computadoras que me cagaron la vista y me obligar a usar
anteojos de culo de botella- gritó Floreal con los ojos inyectados en sangre.
Luciano se
encogió de hombros, y siguió corrigiendo las notas y las faltas de ortografía.
En diez
minutos, el Negro redactó la necrológica. Se la mostró desafiante a Andrea.
-
Pero Negro, no podemos publicar esto! ¿Cómo vas a
titular “Falleció Ernesto Sábato, un escritor controvertido”?
-
Bueno, que le cambie el título Luciano. Ahora me voy a
sacar las fotos, hablo con algunos de sus supuestos admiradores o amigos, cono Dolina, con Beatriz Sarlo, alguno más, y listo el pollo.
-
Está bien, pero apurate. Y acordate de resaltar que fue
integrante de la CONADEP,
de su lucha por los Derechos Humanos... –dijo Andrea.
Demasiado tarde: el
Negro tomó rápidamente un viejo gabán del perchero, cosa que rara vez hacía, y
se fue a buscar un taxi. A las dos horas volvió.
-
¿Dónde te metiste, Floreal? Faltan cuarenta minutos
para el cierre!! ¿Qué vamos a hacer?
-
Acá tenés. Fotos de la casa. Hablé con el hijo, Mario,
el cineasta. Con los vecinos del barrio. Beatriz Sarlo y José Pablo Feinmann
dijeron que nos iban a mandar un texto por mail. El velorio es mañana en el Club Defensores de
Santos Lugares. Buscá una foto de archivo de Sábato, no vamos a publicar una foto del cadáver, intento suponer. Y a la mierda.
Se hizo un silencio. Andrea
resopló, contó hasta diez, y cuanto vio que el Negro se mostraba intransigente,
dijo escuetamente:
-
Está bien. Que Luciano lo corrija y listo. Saldrá
publicado así.
Al día siguiente, llovieron las puteadas y los mails a la Redacción. La crónica del Negro
no estaba mal, pero como es sabido, la gente siempre es condescendiente con los
muertos. Lo que desencadenó la ira de los lectores fue la última frase del
texto. Decía: “La muerte no mejora a nadie”. Floreal no se inmutó, y mientras hacía un
crucigrama de Clarín, la llamó Andrea:
-
Negro, te vamos a cambiar de sección. ¿Querés dedicarte
a los Policiales? Al pibe que estaba lo echamos por inútil. Pero me tenés que
prometer que no publiques trascendidos. Somos un diario serio.
-
¿Serio? – dijo el Negro encolerizado – Esto es un
puterío. Me la banco porque ya me estoy por jubilar.
-
Bueno, como sea. Vamos a hacer una reestructuración del
personal, así que será aproximadamente en dos meses. Andá todos los días a
Tribunales. Hacete amigo de jueces y fiscales. Y por supuesto de la Policía. Pero chequeá bien la
información antes de que la publiquemos.
-
Está bien. Me gustan los nuevos desafíos- ironizó
Floreal.
Ni bien Andrea se fue a su
oficina, me llamó desde su escritorio.
-
Vení. Vamos a tomar algo por ahí- me dijo.
No sé por qué, pero no opuse
demasiada resistencia. Ruiz detestaba hablar por celular, pero no le quedó otra
que acostumbrarse. Extrajo un Nokia 1100 del bolsillo, llamó supuestamente a un
amigo tachero, y comenzó a hablar: “Hola Tucho, ¿cómo andás? Sí, está dura la
calle. Che, si no tenés ningún viaje pasame a buscar al diario. ¿Estás al pedo?
Bueno, dale que estoy con un amigo”.
A los cinco minutos teníamos el
taxi estacionado en el hall de entrada del diario. Era un Renault Megane. Le
susurró al chofer unas pocas palabras que no pude entender, y arrancamos.
Terminamos en un bar de mala
muerte en La Boca,
en la calle Pinzón al 100. El panorama era deprimente. Había unos viejos sentados
en las mesas de la vereda, bebiendo cerveza o ginebra. Unos muchachos estaban degustando un guiso de lentejas. A pocos metros de allí,
los perros se habían encargado de destrozar prolijamente las bolsas de basura:
con Floreal tuvimos que esquivar pañales de bebés, toallitas femeninas,
preservativos, jeringas y hasta vendas con sangre. “Qué ciudad decandente.
Gracias, Macri, y todos los que vendrán”, dijo el Negro mientras nos disponíamos a ingresar al bar.
Había un tipo de traje y anteojos
comiendo un guiso de lentejas, una pareja degustando algo parecido a una
paella, y dos pendejos jugando al pool. Eso era todo. Un banderín de Boca y un
viejo poster de Boca Campeón del Apertura 1992 constituían todo el decorado.
El Negro se acercó a la barra,
habló con quien supuestamente era el dueño de ese antro y le dijo: “¿Cómo va,
Marito? Traeme una botella de Vasco Viejo y dos vasos. Quedate con el vuelto”,
mientras sacaba del bolsillo un billete de 100 pesos todo arrugado.
-
Negro, ¿cómo vamos a justificar que no estamos en la Redacción? Nos van a
echar a los dos!!!
-
Le decimos a Andrea que vinimos a cubrir un incendio en
un conventillo de La Boca- dijo con una ingenuidad insólita para un veterano
del cuarto poder.
-
Vos estás mal de la cabeza. En la Redacción hay cinco
televisores con todos los canales de noticias! No se va a comer el verso ni a
palos.
-
Vamos a disfrutar el momento- dijo Floreal, componedor
– Algo se me va a ocurrir. Le hago una nota a algún pintor que ande por acá...
también tengo un amigo que juega al ajedrez y que la semana que viene se va a
Hungría... todo sirve.
-
Andrea nos va a matar, Omar- le dije, llamándolo por su
nombre verdadero para que tomara conciencia de la situación.
El Negro se quedó callado.
Destapamos la botella. Me sirvió generosamente a mí, y dijo con solemnidad:
“Por la Justicia”.
El vino estaba bueno. No estaba
picado, al menos. Floreal pidió hielo porque le gustaba bien frío. De a poco
fuimos terminando la botella. Sin darme tiempo a reaccionar, pidió otra.
No sé por qué, pero como la
suerte estaba echada y la idea era distenderse un poco, le dije:
-
Te voy a hacer un interrogatorio policial.
-
Proceda, oficial- repuso, ya bajo los efectos del
alcohol, con una sonrisa ancha mientras apuraba el trago.
-
Lugar y fecha de nacimiento.
-
A ver...estamos en 2011...así que...se me hizo una
laguna. Nací en Punta Alta, el 18 de agosto de 1944.
“67 años…este tipo ya está de
vuelta”, pensaba, mientras le dije:
“Mirá vos…¿Naciste en Punta Alta? ¿Y cómo viniste a parar a Buenos
Aires?”
-
Es un pueblo aburrido. Lo único que tiene de
interesante es la Base Naval Puerto Belgrano. Mis padres tenían un matrimonio
amigo que les comentó que acá íbamos a estar mejor. Mi viejo trabajaba en una
tornería, y cuando llegamos acá consiguió laburo en una fundición de aluminio.
-
Cómo se llamaban tus padres?
-
Corina y Jorge. Mamá murió de una aneurisma en 1967. Mi viejo se juntó
con otra mina unos meses después y se murió en 1978. A la concubina la vi
un par de veces. Como soy un renegado social, no me cayó muy bien la situación.
Pero así es la cosa- comentó lacónicamente el Negro con los ojos vidriosos.
Traté de distender un poco la conversación:
-
Viajaste muchas veces al Exterior, Negro?
-
Dos veces a Estados Unidos, en 1981. En el diario
querían que viajara solo pero no di brazo a torcer y me fui con Alicia.
Alicia era su mujer. No sabíamos
demasiado de ella, porque el Negro tampoco comentaba su vida conyugal. En ese
sentido, era muy reservado. La única referencia que hizo, desde que lo conozco,
fue el año pasado: “Uy, la puta madre, le tengo que comprar el regalo a Alicia!”.
Llamó al cadete del diario y le dijo: tomá pibe, por favor traeme una caja de
bombones y un ramo de rosas. Es muy cursi pero no conozco otra cosa. Ah, y si
pasás por algún kiosco comprame un atado de Parisiennes.
La cuestión es que Ruiz se
entusiasmó cuando le pregunté por el tema de los viajes:
-
Sí, estuve el 20 de enero cuando asumió Reagan. Hacía
un frío terrible. Era la época de la plata dulce, Fredi. Antes de partir me
compré un traje y Alicia un tapado en Harrod’s. Al otro día nos embarcamos para
Ezeiza.
-
La otra vez la pasamos mucho mejor. Fuimos a cubrir el
concierto de Simon & Garfunkel en el Central Park, el 19 de septiembre. A
mí y a mi mujer siempre nos gustaron. Había muchísima gente, Freddy, no te das
una idea... además, el diario no era como ahora. Tenía otro perfil, apuntaba a
otro público, era parecido a lo que fue La Opinión en su momento. Después Jacobo Timerman se
mandó muchas cagadas con los milicos pero era un diario que daba gusto leer.
Miré el reloj: eran
las diez de la noche. Teníamos muy poco tiempo para armar algo y llevarlo a la Redacción.
La conversación había sido encantadora, pero tuve que apurar
el trámite:
-
Negro, vamos a ver a ese ajedrecista de una buena vez
que tenemos que cerrar el diario.
Asintió. Amagó con sacar el
celular del bolsillo, pero antes me mostró su mejor tesoro: un Rolex Presidente
de oro.
-
Este chiche me lo traje de Nueva York. No lo llevo en
la muñeca porque tengo miedo de que me lo afanen. ¡No sabés la guita que tuve
que juntar para comprarlo! Pero casi no lo uso porque cualquier arrebataron que me vea con esto en la calle es capaz de cortarme la mano- dijo con tono reflexivo.
Decidí tomar las riendas de la situación. Aunque no me
correspondía hacerlo, le dije:
-
Dame los datos del ajedrecista de mierda que lo
entrevisto yo. Vos quedate acá y esperame. Ojo con el vino, Negro.
Sacó del bolsillo una lapicera
Parker, un trozo de papel y anotó dos o tres boludeces. Decía: “Roberto
Zizlack. Av. Rivadavia 2069 piso 12”.
-
Bueno perfecto Negro. Avisale a Zizlack que voy a ir.
Ya con una evidente lentitud de
reflejos, sacó el celular, marcó los números con una rapidez que me asombró y
dijo:
-
Hola, Roberto! Cómo estás? Sí, mejor no hablar de
fútbol. En cualquier momento nos vamos a la B.
Che, te mando un muchacho amigo del diario, Federico Torres,
para que te haga una entrevista antes de que viajes a Hungría. Puede ser? Ah,
buenísimo. Ya sale para allá. Un abrazo, Beto!.
No se por qué se
detuvo a mirar el viejo poster de Boca que estaba colgado en la pared, quizás
le trajo recuerdos de algún jugador. O podría ser efecto de su notable
ebriedad. Sea como fuere, me dijo:
-
Listo, Fredi, ya hablé con él, andá y hacele la nota
tranquilo, no va a tener problemas en recibirte.
-
Bueno, me voy. No podemos perder más tiempo. Te llamo
en media hora, Negro. En estas condiciones no podés ir al diario. Después vemos
que inventamos.
Asintió de mala gana e hizo un
gesto de repugnancia.
Me tomé un taxi, llegué al
departamento del Zizlack, un tipo pedante pero que a pesar de ello me recibió
amablemente. Tenía la misma edad que el Negro, pero quizás el hecho de ser
entrevistado le pareció todo un acontecimiento, de modo que vestía traje y
corbata. De fondo se escuchaba jazz, creo que era John Coltrane. Charlamos 20 minutos. Traté de poner fin a la
entrevista lo antes posible, pero Zizlack seguía comentándome de su última
visita a Budapest. Finalmente, lo que hice fue grabar lo esencial y simulando
interés, dejarlo que siguiera hablando
hasta que se aburriera de sí mismo o se cansara.
-
Así que me voy la semana que viene, si todo sale bien.
Le agradezco la nota, mándele saludos a Omar de parte mía- dijo secamente. Casi
me cierra la puerta en la cara. Ni siquiera me invitó un café. Pero ya estaba
acostumbrado a lidiar con toda clase de personajes.
Llegué a la Redacción, esta vez en
colectivo. Me saqué el abrigo, saludé a los que aún quedaban y me puse a
escribir la nota. Terminé a los quince minutos. Conseguí milagrosamente una
foto de archivo (no sabía que alguien del diario hubiera entrevistado alguna
vez a Zizlack), y di por concluida la faena.
Se la llevé a Andrea, a quien le pareció acertada la nota.
“Me gusta, Fredi. Hoy ya nadie le da bola al ajedrez”, se limitó a decir. Casi
de inmediato me preguntó: “Dónde está Omar, no salió con vos?”
“Sí, pero se descompensó y lo llevé un rato a la casa para
que descansara. Tenía la presión muy alta. Ahora voy a ver si está mejor, y si
no tendrá que pasar unos días en el hospital”, argumenté con fingido
desconsuelo.
“Bueno, hacé lo que creas conveniente, pero resolvelo
rápido. Ya estamos por cerrar. Con esta nota está perfecto. La publicamos en el
suplemento de Cultura”.
“Muy bien, Andrea. Yo voy a buscar a Floreal y en un rato te
llamo y te comento cómo está”, dije mientras sacaba la billetera para ver si me
quedaba algo de cambio.
“No podemos perder más tiempo. Hacelo rápido, porque ustedes
se mandan las cagadas y yo tengo que dar explicaciones al Director”.
No la dejé terminar la frase. Ya estaba en el ascensor rumbo
a la planta baja del edificio. Esta vez salí con mi auto, porque iba a ser imposible
justificar todos los viáticos. Finalmente llegué a La Boca y lo encontré al Negro
en un estado deplorable. Si figura apenas se distinguía a los lejos, estaba
envuelto en el humo del cigarrillo. No supe bien qué hacer.
-
Negro, estás bien?- le dije, casi como pregunta
retórica.
-
Acá andamos. Llevame a casa que me doy una ducha rápida
y volvemos juntos al diario. Alicia se fue a visitar a unos amigos de Punta
Alta y vuelve dentro de dos días.
La propuesta no me convenció
demasiado, pero acepté. Fuimos hasta la calle Combate de los Pozos, muy cerca
de donde vivía el “famoso” ajedrecista. Me dio las llaves. Abrí la puerta de
acceso, encaramos para el ascensor lo más rápido posible y llegamos al
departamento. Piso 10, departamento B.
Tal como había manifestado, se
dirigió inmediatamente al baño sin decir palabra, y estuvo allí un buen rato
mientras cantaba “Mrs. Robinson” una y otra vez.
Mientras esperaba, me puse a
observar el living, si bien ya había estado antes en el departamento del Negro.
Era un caos: dos atados de Parisiennes sin abrir, colillas esparcidas sobre la
alfombra, cajas de pizza. Mi curiosidad resultó más fuerte que la privacidad:
hice una breve excursión por el dormitorio y encontré una caja de Rivotril en
la mesa de luz del. La arrojé rápidamente por el balcón, no fuera a ser cosa
que mezclara las pastillas con el vino. También había una Biblia, de esas que
tienen solamente el Nuevo Testamento.
Lo único prolijo eran los discos:
Todos los álbumes de los Beatles, ordenados cronológicamente de manera
impecable. Un afiche gigante del concierto de Simon & Garfunkel en el
Central Park que tanto me comentó, enmarcado en la pared. Y lo que seguramente
más buscó: una foto con Paul Simon.
Me detuve en la mesa ratona, y
encontré algo que me llamó la atención. Una foto con Raúl Alfonsín, lo cual me
sorprendió un poco porque el Negro siempre afirmó ser socialista. Pero me recuerdo
que una vez, mientras tomábamos un café en el buffet, me dijo que rescataba la dignidad del caudillo
radical.
Casi sin disimulo, había dos
libros sobre la mesa. Uno era “Tener y no tener”, de Ernest Hemingway. El otro
era “El Túnel”, de Sábato, con un señalador. Mientras yo hacía esa suerte de
allanamiento, me iba indignando cada vez más. Este hijo de puta nos había puesto
en aprietos a todos nosotros y en su intimidad leía a Sabato!!! No podía
disimular mi molestar, pero al mismo tiempo opté por no hacer comentario
alguno.
Terminó de ducharse, salió con la
bata de baño, se vistió en cuestión de minutos, y salimos de regreso a la Redacción.
De durante el viaje, le dije:
“¿Che, Negro, vos leíste alguna vez a Sabato?
-
Lo único que leí de él fue “Hombres y engranajes”-
mintió- Está bueno el libro, pero no es nada fuera de lo común.
Me hice el boludo y seguí viaje. Llegamos al diario. El
Negro había tomado la precaución de apestar a perfume para disimular el vaho
del alcohol.
Mientras nos estábamos sentando en nuestros respectivos
escritorios, le pedí a Cacho, el dibujante, que me hiciera una caricatura. Era un
dibujo de Omar, recostado en un diván de psicoanalista, leyendo “Informe sobre
ciegos”, y con un bastón blanco en la mano.
Mientras el Negro Floreal se fue a buscar unas carpetas, se
lo dejé al lado de la computadora. Lo miró con extrañeza, estalló en una
carcajada, y lo único que dijo fue:
-
Tal vez Sábato haya sido un buen tipo- sonrió, mientras
iba en dirección al baño con un ejemplar de la revista Gente bajo el brazo. Antes
de abrir la puerta, nos mostró la tapa: “Los personajes del año”.