La "teoría de los merecimientos" resulta irremediablemente ineficaz para entender el mundo que nos rodea. Merecer está íntimamente ligado con "hacer méritos". El sólo hecho de suponer que nos merecemos acceder a tal o cual cosa, por haber hecho los méritos suficientes para lograrlo, es un razonamiento que me remite al candor de los niños con mejillas sonrojadas.
¿Qué extraña fuerza se ha apoderado de las generaciones recientes para que crecieran, vivieran y murieran con la convicción de que alguien les va a reconocer lo que han hecho por el beneficio de sus semejantes? Avísenle de mi parte a esos timoratos que el mundo es un lugar sórdido, intolerante y cruel, en el cual predomina "la ley del más fuerte", en el cual hay que abrirse paso para sobrevivir, porque de lo contrario te pasan por encima.
Todos, en algún momento de nuestras vidas, creímos que merecíamos tener mejores condiciones de trabajo, de salud, o vivienda. Tal creencia es natural, y propia del ser humano en sus etapas de formación y desarrollo. Ahora bien, mantener ese modo de pensar en la vida adulta sólo provoca resentimiento e frustración. La persona al poco tiempo se da cuenta de que lo que hace no es valorado y tenido en cuenta, y ello la lleva a pensar que "merece" ser conceptuado de otra manera. Pues bien, bienvenidos al mundo real, injusto por naturaleza: nadie merece nada, las migajas de la providencia y del azar se reparten de un modo tan inexplicable como esquivo.
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