I
Hola! Cómo están? Tenía ganas de escribir algo antes de que terminara noviembre, para poder anticiparme de algún modo a la histeria colectiva que generan las Fiestas de Navidad y Fin de Año. No me parece mal que haya gente que dedique semanas enteras a planificar qué, cómo y dónde van a comer. Cada uno lo vive a su manera, pero -como ya he sostenido anteriormente- a mí hace rato que han dejado de interesarme esas cosas. Y no lo digo con jactancia, ni con un aire de superioridad, sino con una mirada retrospectiva de quien yo supe ser y de quien yo soy ahora. Todavía subyace en mí cierta conciencia de que las Fiestas solían ser algo importante. Queda algo, como un efecto residual, que de algún modo refuerza la idea de que algo se perdió en el camino. Pero dejó de tener un sentido que no sea más que el de comer algo diferente o tomar una copa de sidra. No me interesan más esas fechas, no me aportan nada, no quiero que me llamen por teléfono para saludarme o que me manden un mail personas que no se acordaron de mi existencia durante todo el resto del año. Me molestan las reuniones, los agasajos, las cenas, los actos de fin de curso. ¿Para qué simular que nos extrañamos, que nos queremos, que somos todos una gran familia, si tan pronto como pasan estos "eventos" te encontrás con estos sujetos por la calle y ni te saludan? Dejemos las cosas como están, nada de reunirse, que cada uno haga su vida, y se terminó. II
Las personas son como son, no tiene sentido intentar que cambien. Eso es algo que aprendí hace poco, parece mentira, es tan sencillo de entender pero cuesta tanto darse cuenta de que en realidad si alguien nos jode o nos mortifica con sus actitudes es muy poco lo que podemos hacer (una opción algo primitiva pero eficaz sería cagarlo a trompadas), pero está en nosotros ignorarlo, optar por la indiferencia, parafraseando al viejo precepto "dejar hacer, dejar pasar". A medida que crecemos se da una situación paradójica, porque en lugar de sentirnos fuertes y seguros de sí mismos nos volvemos más vulnerables, somos como una esponja que absorbe todo lo que nos rodea y vamos perdiendo ese espacio que teníamos para nosotros, para escuchar un buen disco, para leer un libro, para alejarnos del mundo por diez minutos. Era nuestro recreo personal, nuestro cable a tierra, y a pesar de nuestra condición de adultos nos sentíamos como que íbamos a jugar al patio, a tomarnos un respiro. Por un momento nos olvidábamos de la oficina, la guita, la suegra, las deudas impagas, y éramos felices, o esbozábamos un sentimiento parecido a la felicidad, que quizá fuera hijo de la distensión y del ocio efímero que permite la rutina y la vida burguesa.