Los abrigos, ¿dónde están los malditos abrigos? A revolver el placard, a toser y estornudar con el olor a naftalina que lo inunda todo, a buscar desesperadamente entre perchas que reúnen prendas de las más diversas. Dentro de unos años, no vamos a poder decir lo mismo, porque la ropa nos quedará chica, o nos dará vergüenza usar un buzo de un color chillón.
Finalmente aparece el suéter o la campera salvadora. El señor X sale a la calle dispuesto a todo, con varios kilos de ropa envolviendo su ínfima humanidad. Bufandas, gorros de lana para los más audaces, todo sirve.
Es el tema del día. No se habla de otra cosa. El frío no da tregua y recluye a la gente en sus casas. Los ancianos, a sabiendas de su salud quebrantada, permanecen entre cuatro paredes hasta nuevo aviso.
Y así es todo. El termómetro del malhumor social está a punto de estallar, pero CFK y su majestad el Rey K viven en su propia realidad, de manera que los plebeyos estamos abandonados a la buena de Dios.
El frío no tiene la culpa, es cierto. Pero no ha sido, precisamente, un invitado esperado en la mesa del banquete nacional. Es, más bien, un intruso que lame las heridas de los pobres y provoca el corte de energía en fábricas e industrias.
Por suerte, gracias a las gestiones oportunamente iniciadas por la Corona, próximamente disfrutaremos de las comodidades de un tren bala que nos permitirá viajar a Rosario o a Mar del Plata (de todas maneras no alcanzar a emular los logros del Rey Carlos, que nos prometió remontarnos a la estratófera y viajar a Japón en dos horas).
Como buenos súdbitos que somos, hemos de agradecer al Rey y a al Reina por tan desinteresado gesto, que una empresa francesa dedicada a la beneficencia y filantropía ha tenido la gentileza de concretar.
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