A todos nos gusta sentirnos respetados, queridos y reconocidos por nuestros pares, pero debemos comprender que no podemos decidir por los demás, ni manipular los sentimientos ajenos. Hay personas con las cuales hay una inmediata empatía que deriva en una amistad, y otras con las que tenemos diferencias irreconciliables. Aunque últimamente me he puesto a pensar en que ninguna diferencia es absolutamente irreconciliable o insalvable. Se ha perdido el hábito de sentarse a hablar acerca de lo que nos pasa, y de preguntarle al otro qué es lo que le molesta de nosotros. Si hiciéramos este sencillo ejercicio más seguido, nos daríamos cuenta de que muchas veces la persona que nos rodea no tiene ningún problema en particular con nosotros, sino que simplemente no le caemos bien, por motivos que sólo él (o ella) conoce.
A veces es más saludable tener en claro algunas cuestiones básicas de las relaciones humanas antes que vivir suponiendo, erróneamente, que somos víctima de una conspiración de hijos de puta que nos quieren cagar todo el tiempo, ¿no les parece? Además, lo irónico de todo esto es que no somos tan "importantes" como pensamos como para que los demás dediquen minutos de su vida a vivir pendientes de nuestros desaciertos. La mayoría de la gente hace la suya y no le importa nada del resto, y hasta cierto punto está bien que así sea, porque si todos viviéramos pendientes de lo que se hace o dice de nosotros, estaríamos en problemas. Dado que vivimos en una sociedad, inevitablemente debemos interactuar con otras personas: el kiosquero, la cajera del supermercado, tu jefe o supervisor, tus viejos, tus hijos, en fin... si aprendemos a dimensionar qué valor juega cada uno de ellos en nuestra vida, las cosas se vuelven más simples, porque con los primeros que nombré se trata de una mera relación comercial, en cambio en los últimos casos, estamos hablando de afectos cercanos. Punto final.
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