Noche agradable en la ciudad. Hace calor, pero no es
agobiante, vale decir que se puede salir a la calle con una remera sin terminar
asfixiado o rodeado de una nube de mosquitos. Estoy escuchando el nuevo disco
de Sting, "The Last Ship". Siempre que un músico de renombre saca
material nuevo, hay mucha expectativa, sobre todo en el caso del ex The Police
cuya última grabación como solista data de 2003.
El disco es
tranquilo, tiene reminiscencias de música celta y galesa, se deja escuchar, es
ideal para relajarse y disfrutar. Tiene muy buenos arreglos y la mayoría de los
tracks fueron grabados en los míticos estudios de Abbey Road, en Londres. Es un
poco difícil definirlo, pero podría decirse categóricamente que no es un disco
pop. De algún modo, es un disco "de fogón", a pesar de que carece de
estribillos pegadizos o riffs de guitarra demoledores. Hace rato que Sting
viene explorando nuevos sonidos, nuevas texturas, y el cambio que trajo
aparejado dicha búsqueda desilusionó a muchos fans. Está claro que el Sting de
los '80 no volverá, no sólo porque él ya no es el mismo sino porque ha ganado
suficiente dinero y prestigio como para emprender cualquier proyecto que desee
aunque no resulte rentable.
La primera vez que escuché "The Last Ship", hice
un gesto de desagrado: de algún modo yo también me sentí defraudado por el
contraste con aquel Sting que supe conocer. Pero basta con tomarse el trabajo
de escuchar el disco un par de veces para comprender cuál fue la intención del
artista, qué concepto subyace detrás de la obra, y en última instancia qué
aspectos diferencian a un músico mediocre y comercial de otro que ha madurado
para pasar el resto de su carrera esquivando charcos y asumiendo el riesgo.
Punto final.