Comenzó la primavera. Nos tocó atravesar una mitad de semana destemplada en Lobos, aunque sin frío. A mayor cantidad de noticias que haya por cubrir, mejor es para mi rubro, porque implica además que debo mantenerme ocupado escribiendo sobre lo que haya a disposición. Prefiero estar en la calle haciendo notas y quedarme en casa lo justo y necesario. De esa manera, llegás cansado, te ponés a redactar, y luego podés tener un descanso natural sin recurrir a ninguna pastilla o lo que fuere.
Lamentablemente,
está muriendo mucha gente joven en este último tiempo, no sé a qué causas
atribuir esto porque obviamente no soy médico. Pero se ha vuelto algo casi
cotidiano en las necrológicas que nos hacen llegar las funerarias locales a los medios de prensa. No
es un tema fácil de abordar, todo lo contrario. Es muy sensible. Lo concreto es
que se han registrado en las últimas semanas fallecimientos de personas que no
superan los 60 años, e insisto: No me siento capacitado para indagar en los
motivos. Pero desde mi percepción, no deja de ser preocupante, es algo que nos
descoloca al vivir en un pueblo donde suele decirse que nos conocemos todos, y
si a un vecino en particular no lo conozco por su nombre, no caben dudas de que
en alguna ocasión nos hemos cruzado por la calle.
Quizás lo que
estoy describiendo demande un enfoque multidisciplinario, pero en ese contexto
habría que hacer un relevamiento serio y confiable de la salud de los lobenses.
No es una utopía, es una política pública que requiere de una decisión de los
distintos actores involucrados. Estarán aquellos pacientes con enfermedades
crónicas, otros que tienen hábitos sedentarios, existen historias clínicas. En
el caso de realizar una suerte de censo, esa información se podría respetando
el anonimato, pero dejando asentado las edades de cada uno y las condiciones en
que viven. En rigor de verdad, incluso si no apareciera como una inquietud
válida lo que dije antes, también sería bueno implementarlo, para analizar los
factores de riesgo. Una campaña de concientización eficaz puede incrementar la
expectativa de vida de nuestros convecinos en la medida de lo posible. Hace
tiempo que vengo reflexionando sobre esto, y el disparador para escribirlo y
ponerlo en palabras surgió luego de que viera un comentario en Facebook, en el
cual planteaba exactamente lo mismo. Vale decir, compartía esa preocupación.
Históricamente hemos tenido una población longeva, pero se podría hacer una
estadística sin que eso signifique una gran erogación económica. No sólo pensando
en quienes ya partieron del mundo de los vivos, sino también en sus deudos, en
sus familias. Reitero que todo lo que dije lo planteo como una sugerencia, porque datos de una
determinada institución pueden existir, lo que sería positivo es unificarlos.
Doy por
finalizado el tema anterior, básicamente porque no quiero caer en la
sensiblería, y creo haberlo expresado lo mejor que pude. Estoy en una etapa en
la cual ya no quiero discutir por boludeces. Bah, en realidad de ninguna manera
me interesa discutir, pero sabemos que a veces no queda más remedio que
confrontar si sentís que no te respetan o que están vulnerando tus derechos. Y
un reclamo racional no debería ser motivo de confrontación, desde luego. Pero
así son las cosas.
Hace unos días
estábamos hablando con un amigo sobre esta moda de los bares que ofrecen un
café de especialidad, una denominación que tiene como fin distinguirlo de una
infusión común y corriente como todos conocemos. Y otro detalle es que esta
noble bebida ya no se le sirve al cliente a la temperatura ideal. Es una tacita
minúscula de café tibio, como si la idea fuera que te lo tomes rápido, con uno
o dos tragos a las apuradas, para dejarle el lugar a otro. Mi café preferido es
aquel que tiene buen cuerpo (es decir, que es intenso en su aroma y su sabor),
y que está bueno para pedir que te preparen un cortado, no un líquido acuoso
con color dulce de leche. La temperatura tiene que ser, me explicó un veterano
del rubro, de aproximadamente 24 grados. La taza debe estar caliente, por
supuesto, aunque no en exceso. El calor de la taza es lo que garantiza que el
contenido de ella mantendrá su temperatura. No hay muchos secretos.
Todo lo que
presume de gourmet, VIP, “especial”, o lo que fuere, suele ser más caro, la
ambientación promedio está decorada con madera y algún tinte rústico en las
mesas, y parece ser casi calcada, porque esos nuevos bares tienden a ser bastante
uniformes. La clientela que predomina no supera los 30 años, ponele. Son
pendejos, y a esa edad nosotros buscábamos cualquier ratonera donde vendieran
la cerveza más barata y pudiéramos escuchar una banda en vivo, o de no ser esto
posible, algo decente en la compactera. Porque estamos hablando de los ’90, una
década que para quienes la conocimos siendo adolescentes se nos hizo diferente
a lo que vino después, de un modo que no esperábamos. Es pertinente hacer esta
salvedad porque después vino la debacle y la crisis, una crisis que tuvo sus
orígenes casi en las mismas variables de las anteriores y posteriores. Y aunque
buena parte de nosotros no teníamos que trabajar porque estábamos en la
Secundaria y esa era nuestra única obligación a cumplir, no éramos tan necios
como para creer que pertenecíamos al Primer Mundo, o que esa falsa sensación de
prosperidad duraría para siempre.
25 años de todo
eso, de haber egresado y de seguir cada uno su camino, no todos lograron
reacomodarse o adaptarse a la nueva realidad. No me quiero poner filosófico
porque de lo contrario toda esta nota va a parecer una ensalada. Señores,
vuelvan a vender el café como lo hacían antes, por pedido de quienes ya estamos
viejos y queremos leer los diarios, costumbre que acostumbrábamos ver en los
viejos de antes. O en los jóvenes de ayer. Nos estamos viendo pronto. Punto
final.
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