Esta mañana, mate de por medio, sentí ganas de redactar algo relacionado con la actualidad que, por distintos motivos la fui postergando. Hubo días en que la inspiración no golpeaba a mi puerta, y hubo otros en los cuales tenía un par de ideas interesantes, pero no sabía de qué manera darles forma. Retomo un punto que desarrollé en un "post" anterior, y que tiene que ver con nuestra percepción de los días. Es tan obvio como cierto decir que hay días que parecen eternos. La aguja del reloj no avanza, todo parece prolongarse más de lo normal y finalmente uno desea que ese día termine de una vez, porque si además de todo lo expuesto durante la jornada hubo algún problema, los ecos de ese tropiezo, de ese fracaso, resuenan en nuestra mente hasta cuando nos acostamos a dormir. Por otra parte, los días buenos siempre pasan rápido. Para mí, un día bueno es aquel en que no tenemos discusiones o rencillas de ningún tipo, en que todo sale tal como lo habíamos planeado, o un trámite burocrático se resuelve con insólita celeridad. A veces trato de expresar esto con cuidado, porque para mucha gente cada día resulta crucial y decisivo: hay personas que aguardan la noticia del trasplante de un órgano vital, entonces uno se siente un boludo por el concepto que tiene de lo "malo" y lo "bueno" para un día cualquiera. La persona que espera que le llegue la fecha para jubilarse, la pareja que ya ha decidido un día para casarse, en fin, se trata, sin dudas, de acontecimientos demasiado relevantes como para incluirlos en la modesta lista que esbocé al comienzo de este texto.
La mayoría de las personas le tiene miedo al fracaso. Y se han escrito infinidad de libros de autoayuda con el objetivo de mitigar o desterrar ese temor. Me parece absurdo. El miedo al fracaso es natural, siempre que no se lo eleve a los niveles de lo patológico. Si todos pudiéramos sacarnos los miedos y los dolores del alma que tenemos encima, los psicólogos se quedarían sin trabajo y deberían dedicarse a vender turrones en el tren.
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12 de septiembre de 2009
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