Domingo por la tarde en la ciudad. Cada uno le encuentra la vuelta a la cuarentena a su modo. Hay días que se me hacen muy largos, y descubrí que pierdo demasiado tiempo en cosas que no merecen la pena. Trato de leer en los momentos de ocio, de conectarme con ese "universo" que el autor del libro quiso construir. Y ya no pienso en cuándo terminará esto, ni hago especulaciones al respecto porque no somos nosotros quienes podemos tomar ese tipo de decisiones. Algo que me he acostumbrado a hacer para refugiarme del frío es irme a dormir temprano, no me duermo de inmediato, por lo general en la duermevela aparecen ideas o pensamientos acerca de todo lo acontecido durante el día, y uno procura atar cabos para resolver esas cuestiones más adelante. Gasté demasiadas energías quejándome por lo que está pasando, pero tal tez fue una manera de hacer catarsis. Seguramente lo vuelva a hacer, pero debo decirles que no es sano para nadie. No se trata de resignarse, sino de aceptar que todo tiene su espacio y su lugar, quizás estemos en el lugar equivocado o rodeados de gente tóxica y por eso se acentúa el malestar, no es un dato menor.
El algún momento, esto va a terminar (no sabemos cuándo), y habrá que ver si las cosas que ahora extrañamos eran realmente importantes, o simplemente las anhelábamos porque no nos permitían hacerlo. Habrá que ver cuántos amigos quedaron, y mantuvieron su lealtad durante los trances más duros.
Lo que se suele llamar meritocracia, resulta irremediablemente ineficaz para entender el mundo que nos rodea. Merecer está íntimamente ligado con "hacer méritos". El sólo hecho de suponer que nos merecemos acceder a tal o cual cosa, por haber hecho realizado determinadas acciones para lograrlo, es un razonamiento que me remite al candor de los niños con mejillas sonrojadas.
¿Qué extraña fuerza se ha apoderado de las generaciones recientes para que crecieran, vivieran y murieran con la convicción de que alguien les va a reconocer lo que han hecho por el beneficio de sus semejantes? Avísenle de mi parte a esos ingenuos que el mundo se maneja con otros criterios: intolerante y cruel, en el cual predomina "la ley del más fuerte", en el cual hay que abrirse paso para sobrevivir, porque de lo contrario te pasan por encima.
Todos, en algún momento de nuestras vidas, creímos que merecíamos tener mejores condiciones de trabajo, de salud, o vivienda. Tal creencia es natural, y propia del ser humano en sus etapas de formación y desarrollo. Ahora bien, mantener ese modo de pensar cuando somos grandes sólo provoca resentimiento y frustración. La persona al poco tiempo se da cuenta de que lo que hace no es valorado y tenido en cuenta, y ello la lleva a pensar que "merece" ser conceptuado de otra manera. Pues bien, bienvenidos al mundo real, injusto por naturaleza: nadie merece nada, las migajas de la providencia y del azar se reparten de un modo tan inexplicable como esquivo. Si a otro le va mejor que a mí, puede ser por diversos motivos, que no tienen que ver únicamente con su capacidad o idoneidad, sino con "tirarse a la pileta" y jugársela en el momento justo. Punto final.
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