(Advertencia: los hechos aquí narrados citan lugares y situaciones reales, pero incluyen elementos de ficción, es decir, que nunca ocurrieron)
Lo más cercano que estuve de ser abanderado del Colegio, fue izar la enseña patria una mañana, en el mástil del patio. Como es sabido, ser abanderado es considerado un honor, y para acceder a él, al menos en mi época, se requería ser un alumno aplicado, políticamente correcto y con buenas calificaciones. Por políticamente correcto, entiéndase “no conflictivo”. Yo no reunía ninguna de esas condiciones, sin embargo debo decir que portar la bandera nunca me quitó el sueño, ya que en cada acto patrio los depositarios de la misma debía asistir fuera del horario escolar, en representación del Colegio. Y si eras alumno de la Secundaria, también tenías que hacerlo en los desfiles del pueblo.
Pero me
estoy yendo de tema. No era una mañana fría, lo poco que recuerdo es que el sol
nos entibiaba un poco mientras formábamos fila. La docente, entonces, me elige
a mí para izar la bandera. De más está decir que el primer sorprendido fui yo,
pues nunca había sido tenido en cuenta para esos menesteres. No puedo precisar
si esto aconteció antes de prestar juramento y lealtad a la Bandera, que suele
hacerse en cuarto grado. La cuestión es que pasé al frente, y llegué hasta el
mástil. Tendría 8 o 9 años. Y si bien yo ya contaba con buena estatura, me
parecía altísimo. Lo que siguió fue muy simple: manejar esa soga que estaba
cubierta de un material plástico, de forma tal de elevar la bandera hasta el
tope. Como era un colegio católico, rezábamos antes y después de cada jornada.
Por ese motivo, la Oración a la Bandera, que se emplea en las escuelas laicas,
la conocí mucho después.
Las clases de Educación Física se realizaban en el Parque, y no eran de mi agrado. Posteriormente nos trasladamos a un playón que había comprado el colegio, una mole horrible de puro cemento. Me gustaba hacer deportes, pero debo admitir que no era bueno para la mayoría de ellos. En consecuencia, cuando se dividían dos grupos para un partido de fútbol o de voley, yo era el último que quedaba, y ninguno de los que ya habían sido seleccionados quería que formara parte de su plantel. Era la manzana que pudría el cajón, según dijo un profesor con poca sutileza. Hacíamos flexiones de brazos en la rama de un árbol que daba con la altura casi justa, hasta que un HDP compañero mío la serruchó. Por supuesto, todos nos cagamos de risa al enterarnos de la faltante, el tema que es no nos la íbamos a llevar tan de arriba o tan fácil después de ese "incidente".
Pese a todo, lo que más me gustaba era correr, o al menos, lo que mejor sabía hacer. El famoso "Test de Cooper" lograba completarlo en un plazo aceptable. Siempre me acuerdo de los que se escondían en un árbol y acortaban la distancia del velódromo en moto o en bicicleta. El profesor de aquel entonces, creo que sabía de la trampa, por eso la dejó pasar dos o tres veces, hasta que nombró uno por uno a quienes marcaban récords bastante sospechosos al finalizar el Test. Ni siquiera tenían la viveza de ir calculando el tiempo para que se aproximara a lo que podía correr, en promedio, un chico de 13 o 14 años. Yo todavía no fumaba, aunque algunos sí, y lo hacían obviamente en el baño de la escuela, que aunque era limpiado todo los días, me parecía un asco. Como también me parecía un asco el tabaco, creo que fue uno de los peores errores de mi vida, probar un cigarrillo después de una cerveza, en 2008 o 2009. Todavía estoy a tiempo de dejar, siempre se está a tiempo. Pienso que es más adictivo que cualquier droga ilegal.
El profe en cuestión, era aficionado a la pesca, y en ocasiones terminaba las clases antes para poder dedicarse a su pasatiempo favorito. También se decía que le gustaba mucho el vino, de ahí el típico chiste: Lo llamaban "misil", porque iba directo al "blanco". Una de sus frases clásicas, cuando el cielo estaba nublado, era: "Caen dos gotas y nos vamos todos a la mierda". Claro, eso funcionó hasta que comenzamos a ir al playón techado que les comenté. Ya no había lluvia que justificara no concurrir. Ahora dejó la motito roja que lo distinguía y lo acompañó durante tanto tiempo, y anda en bicicleta, pero pocas veces me reconoce, porque perdió parte de la visión, o porque deliberadamente decide ignorarme. Me quedo con la primera hipótesis.
Hace no mucho tiempo, me encontré en el súper con aquella docente que me había pedido izar la bandera. Ya jubilada, me costó reconocerla, además de que luego de que egresé no la había vuelto a ver. Le pregunté por la bandera, si fue fruto de mi imaginación (no era muy probable) o si efectivamente había sucedido. Me contestó que se acordaba de todos los nombres que quienes fueron sus alumnos, y añadió: "¿Te digo la verdad? Lo hice porque te lo merecías, al igual que el resto de los chicos. Pero no por tu conducta, eh". Mientras hacíamos la cola en el súper, traté de indagar un poco más acerca de un hecho a todas luces insignificante, y saber si fue antes o después de prestar juramento en cuarto grado. "No, fue en tercer grado. Me acuerdo como si fuera hoy, porque vos no llevabas mochila como la mayoría de los chicos, guardabas los libros y útiles en un portafolios marrón, y sé que muchas veces los otros te robaban lápices o una Plasticola". La cajera dijo: "Pase, señora". Y después de un breve saludo, terminamos la conversación. Me quedé esperando con un kilo de carne picada, pagué y me fui. El misterio estaba resuelto.
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