Están los de
siempre.
Están los que se
fueron sumando.
Están aquellos
que fallecieron, o desaparecieron de la faz de la Tierra.
Están los
conocidos, esos a los que uno saluda por la calle y que te retribuyen el gesto,
o bien lo devuelven con una sonrisa.
Están, también,
los que en principio no eran amigos, pero que por el trato cotidiano fueron
adquiriendo esa calidad.
Están los de la
infancia, una amistad casi incondicional, aunque nos veamos esporádicamente
porque cada uno está en lo suyo.
Todos los que
acabo de mencionar son mis amigos, y ni siquiera los cuento o me pongo a pensar
cuántos son, ellos permanecen en algún lugar, en una mesa de café, en un bar
cualquiera, dispuestos a compartir un cortado o una cerveza.
No me nace
juzgarlos por ninguna conducta, ya bastante tengo con la mía, entonces lo que
mejor me sale es ir al encuentro de ellos, sentirme vivo, y hablar de bueyes
perdidos.
Sé que ellos
obran de la misma manera. Es decir, hallarán conductas objetables de mi parte,
pero no lo señalan con el dedo, quizás hacen algún comentario casual, pero sea
como fuere tienen la sutileza necesaria como para hacerme sentir que es por mi
bien.
Precisamente,
están aquellos que jamás te juzgarán a menos que seas un criminal. Yo no sé
cómo definirlos, se me ocurre decir que son incondicionales, no hace falta
andar con rodeos, todo fluye naturalmente. Y eso es genial.
Todos quienes
ocupan un lugar dentro de mi vida, son mis amigos, exceptuando la familia. Son otra
familia, constituida de otra forma, pero están ocupando su sitio, que no es
para cualquiera. Por lo tanto, sólo me resta agradecer a quienes han confiado
en mí, a quienes me bancan, a quienes saben que yo hago lo mejor posible aunque
no siempre dé su resultado. No puedo pecar de ingrato ante esas gentes. Son,
como se dice ahora, todo lo que está bien. Y ojalá lo sigan siendo, porque si
de algo estoy seguro es que yo no defraudaré su confianza. Nos estamos viendo
pronto. Punto final.
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