19 de mayo de 2006

UN DOMINGO EN EL PARQUE


El domingo último mi madre y yo fuimos a dar un paseo al parque municipal. Afortunadamente, con mamá tenemos una buena relación, y a menudo aprovechamos esas largas caminatas para darnos consejos o hacernos confidencias que cuyos únicos testigos son los frondosos eucaliptos de este singular espacio verde.

Mientras íbamos caminando por los senderos del perímetro que da hacia la calle Independencia, me puse a reflexionar acerca de varios aspectos inherentes a mi persona, que por supuesto no divulgaré en este espacio dado que no es el objetivo del mismo.

Lo que sí puedo decirles es que llegué a varias conclusiones que, seguramente, me permitirán afrontar con otras perspectivas las situaciones que se me presenten en el futuro.

Sé que muchos vecinos de nuestra ciudad concurren al parque, animados por las más diversas motivaciones, pero con el común denominador de mejorar su calidad de vida , aunque sea por una hora o treinta minutos.

Las caminatas en las tardecitas de otoño constituyen una experiencia que sólo se aprende a disfrutar con los años (y lo digo yo, que no estoy tan viejo). Mientras escribo estas líneas siento el peso de todas mis limitaciones, pues desearía describir del modo más fiel lo que significa contemplar los últimos rayos del sol ocultándose tras la espesa vegetación.

También vienen a mi mente las clases de educación física de mi adolescencia, que -hasta no hace mucho tiempo- casi todos los colegios de Lobos solían realizar en el parque. Hoy varias instituciones cuentan con un gimnasio o un salón de usos múltiples destinado para tal fin, de modo que muchas escuelas han prescindido del parque como lugar destinado a la práctica de deportes. Me gusta cuando veo al parque lleno de chicos, compitiendo por los Juegos Intercolegiales o bien por los Torneos Bonaerenses.

Pero quizá porque crecí en el barrio del parque, y porque desde pequeño retozaba en la placita o me dejaba mecer en las hamacas de la misma... por esas reminiscencias de mi más tierna infancia es que me cuesta tanto entender la actitud asumida por aquellos que se dedican a destruir todo lo que contribuya a embellecer este pulmón verde de la ciudad.

Los fogones, las parrillas, los bancos, incluso una simple e inocente bomba de agua…. todo lo que los lectores se imaginen resulta un blanco fácil para los vándalos, que evidentemente no logran discernir los conceptos de lo público y lo privado, y las implicancias de cada uno.

Como el predio ocupa una superficie considerable, superior a cualquier otro paseo público, resulta tarea ardua vigilarlo en toda su extensión. Pero, aun contando con cuidadores o serenos, la presencia de estos centinelas no hará mella en el ánimo depredador de estos antisociales.

Reitero lo dicho: por casi dos décadas tuve al parque como mi silencioso vecino, mi bálsamo en los momentos de angustia, de desesperación. Con su quietud, con su eterna agonía, el recorrer sus calles internas me bastaba para analizar los hechos con mayor calma y tomar decisiones más acertadas.

Por todo lo expuesto, cada vez que vuelvo al barrio y doy un paseo por el parque no puedo menos que sentir indignación e impotencia ante un cuadro que desnuda la incapacidad de la sociedad para cuidar de un patrimonio que con justicia le pertenece, y que todos los lobenses hemos recorrido en algún momento de nuestras vidas.

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