9 de febrero de 2006

DECLARACION DE PRINCIPIOS (PARTE II)- ETIQUETAS

"Empezar de nuevo" suele ser una fantasía recurrente, en algún momento de la vida, que sobreviene en la mayoría de nosotros cuando menos lo esperamos. Dejar sepultado un pasado que nos condiciona, que nos limita socialmente, que nos ha "encorsetado" en un estereotipo del cual se nos hace cada vez más difícil salir. Las grandes ciudades, es decir, las urbes más densamente pobladas, nos ofrecen la oportunidad de permanecer como seres anónimos por un tiempo indefinido, hasta que llegue el momento en que nos debamos darnos a conocer antes un puñado de almas, otrora tan anónimas como el recién llegado.

Es muy duro tener que expiar eternamente los errores o desaciertos del pasado, en una comunidad en la cual la gente no es sólo "gente": son rótulos con entidad humana. Así pues, tenemos al homosexual, al "loquito" (o todo aquel individuo que se presume que tiene sus facultades mentales alteradas), al chanta, al estafador, al ladrón, a la prostituta, al adicto (más conocido como "falopero"), y la lista sigue.... Pero sería omisión maliciosa de mi parte no hacer alusión a los individuos que son catalogados de "mufa", a los quienes se les atribuye la extraña facultad de atraer toda clase de desgracias e infortunios. La persona que recibe tal calificativo es segregada hasta el límite de lo imaginable, y su sola presencia basta para que quienes estén cerca se lleven la mano a sus partes pudendas en un intento por ahuyentar los malos presagios.
¿Qué posibilidad de redención cabe para estas personas, que -con fundamentos válidos o sin ellos- han sido señaladas y etiquetadas por el resto de la sociedad?

Cabe aclarar que lo que mencioné en los párrafos anteriores no es privativo de Lobos, sino de cualquier ciudad de pequeñas dimensiones, pero no por ello deja de ser un hecho objetable desde todo punto de vista. Máxime cuando, muchas veces, aquella persona que se nos antojaba repulsiva o desagradable -incluso por un rumor o un comentario que alguien nos hizo al pasar- nos da una sorpresa, y nos demuestra lo equivocados que estuvimos en haber asumido un juicio crítico "a priori" sobre su calidad humana.
Los gestos de grandeza, de hombría de bien, de hidalguía, muchas veces provienen de conciudadanos en los cuales no reparamos, sino que por el contrario, nos complace ignorarlos o bien mofarnos de sus miserias. Y obramos de ese modo, entre otras razones, porque pesa sobre estos seres "etiquetables" un preconcepto que nos impide -una vez que esa preconcepto se ha hecho carne en nosotros- discernir entre lo que fue un mero hecho anecdótico (y quizá desafortunado) y lo que constituye la verdadera esencia de dicha persona.
Las equivocaciones, los papelones, los comentarios fuera de lugar, incluso los agravios, muchas veces nos condenan al más insondable de los abismos, precisamente porque no cabe en este pueblo la posibilidad de redimirse. Si le diéramos a cada persona la posibilidad de explicar por qué actuó de tal o cual modo, en lugar de crucificarla alegremente, otra sería la historia. Pienso que primero hay que indagar en las razones que motivaron que alguien actúe como lo hizo, y luego -si es pertinente hacerlo- emitir un juicio al respecto.
No pretendo con esto hacer una apología de la tolerancia, de la convivencia civilizada y del respeto mutuo, porque precisamente no creo que yo sea la persona más indicada para hacerlo, pero al menos tengo la lucidez suficiente para darme cuenta de que este modo de pensar no nos conduce a ninguna parte.

"No me sueltes la mano", dijeron los senadores

Viernes por la tarde en la ciudad. Estoy tranquilo, pero también somnoliento, así que procuraré escribir lo que tengo en mente. Observo que ...