A menudo, revisando los cajones tras un largo tiempo de almacenar objetos inútiles, uno se pregunta en qué estaba pensando al momento de comprar tal o cual cosa que emerge, con aire inocente, al momento de emprender la tarea de hacer la típica "limpieza". Me he vuelto más selectivo a la hora de descartar cosas: confío en que aquel recorte periodístico que guardé en su momento, recupere su valor testimonial con el paso del tiempo. O que esa vieja radio portátil quizás me acompañe en alguna caminata nostálgica en sintonía AM.
Luego se acumulan, como siempre, facturas, recibos, boletos de colectivo, credenciales, tarjetas de crédito vencidas y que uno procede a cortar prolijamente con una tijera, carnets de clubes a los que uno ha dejado de pertenecer, fotos de ex novias que uno no desea volver a ver ni siquiera en fotos, máquinas de afeitar, encendedores, calcomanías, almanaques de hace 20 años (esos pequeños que todavía obsequian en algunos comercios), CD's que hemos decidido no volver a escuchar aunque nos amenacen a punta de pistola. Créanme, es como abrir la Caja de Pandora, uno nunca sabe con qué se va a encontrar en aquel cajón olvidado, ése del fondo, el "juntaporquerías" que uno se resiste a limpiar hasta que su capacidad se ve colmada. Es un "no-lugar", como la papelera de reciclaje de Windows, donde va a parar todo los objetos que por un brote de comprador compulsivo aparecieron en nuestras manos.
Pero, por otro lado, la "cultura del descarte" no es siempre provechosa. Más allá de lo que mencioné en los párrafos anteriores, usar y tirar algo que se supone de escaso valor, es parte de una sociedad que ha hecho extensivo ese proceder con los objetos, hacia las personas. Vale decir: "te necesito, te uso para mi conveniencia, y después ni me acuerdo de vos". Cuando hay afectos y sentimientos de por medio, es mucho más distinto que sacar la bolsa de residuos a la vereda. Punto final.
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24 de octubre de 2008
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