24 de marzo de 2006

FELICIDAD


¿Quién no se ha preguntado más de una vez por el sentido de su propia vida? Si la búsqueda de la felicidad no constituye la acepción principal, al menos representa la utopía que nos mueve a seguir interrogándonos. Para muchos la ética -esa disciplina filosófica que reflexiona sobre la moral- tiene como tarea fundamental constituirse en "maestra de la vida": orientadora privilegiada para sugerirnos cómo debemos actuar si queremos ser felices. (...) Ahora bien, ¿Qué es lo que nos está impidiendo ser felices hoy? ¿Serán los mismos miedos que conjeturaban los filósofos de la época clásica? Todos lo conocemos: cuando el miedo deja de ser la señal biológica y emocional para mantenernos alertas frente a los peligros que puedan amenazar nuestra conservación, entramos en una dimensión de restricciones que hacen que nuestra existencia se torne tortuosa. Los antiguos también lo sabían. Para ellos el miedo era un castigo representado por el dios Phobos (de cuyo nombre deriva justamente la palabra fobia que designa un miedo irracional y persistente). De todos los males que ellos analizaban, quizás uno de los que cotidianamente nos acechan sea el temor a sufrir. Tenemos acceso a anestesiar nuestros dolores físicos pero hay otros que no podemos evitar. En el espacio de nuestras relaciones interpersonales tenemos clara conciencia cuánto dolor se puede generar. Cada uno de nosotros posee una memoria de buenos y malos encuentros, más allá de cualquier definición teórica que ensayemos. Lo que llamamos un buen encuentro nos hace sentir plenos, el tiempo transcurre velozmente y percibimos que estamos conectados con el otro, religados pero expandidos, comprendidos y capaces de compartir aquellos sentimientos de los cuales somos testigos excepcionales: nuestra intimidad más inaccesible. Los de calidad negativa, por el contrario, nos hacen vivenciarnos como limitados, incómodos, molestos y son padecidos como interminablemente prolongados. En muchos de ellos nos enfrentamos en peleas que no parecen tener ningún rédito y que solamente traen como consecuencia más dolor. ¿Por qué peleamos con el otro? Muchas veces consideramos que el motivo de la pelea es ganar alguna posición favorable en nuestra relación, tener la razón o simplemente evitar que el otro la pueda obtener. Lo cierto es que cuando peleamos es porque estamos en un estado de soledad, de descompensación y necesidad, imposibilitados de pedirle al otro que nos auxilie para re-equilibrarnos. A veces se suele estar convencidos que separarnos es lo que estamos pretendiendo sin éxito, porque son tantas y tan nocivas las peleas con el otro que nuestra vida en común se ha convertido en un derrotero de desdichas, más preocupados por persistir amargados que gozosos. No obstante es significativo advertir que las personas con las que más peleamos es con aquellas que nos son más queridas, más valiosas y de las que más esperamos que puedan ayudarnos para asistirnos en nuestra necesidad. Tal vez, si aceptamos esto, podríamos inferir que no peleamos únicamente para ganar. A veces, incluso, buscamos decididamente perder. También podríamos suponer que lo que pretendemos no es separarnos sino encontrarnos, acercarnos y no alejarnos. Muchas veces peleamos para entendernos. Una interpretación diversa puede ampliar nuestras posibilidades relacionales. Recordemos que el dolor es inevitable. No podemos elegir muchas de las cosas que nos tocan vivir pero sí podemos decidir sobre lo que hagamos con nuestro dolor, por lo tanto el sufrimiento -ese dolor magnificado y prolongado casi artificialmente- es opcional. La decisión es nuestra.
(Fuente: diario "La Capital", edición del 5 de diciembre de 2004)

"No me sueltes la mano", dijeron los senadores

Viernes por la tarde en la ciudad. Estoy tranquilo, pero también somnoliento, así que procuraré escribir lo que tengo en mente. Observo que ...