Hace dos días (vale decir, el 10 de junio), cumplí 35 años. El hecho de celebrar un nuevo cumpleaños nos resulta, aunque más no sea meramente simbólico, un acontecimiento propicio para iniciar cambios en nuestra vida. Pero, a decir verdad, no creo que el "clic" en tu cabeza deba darse en una fecha específica, sino que simplemente sucede. Los 35 años pesan un poco, debo decirlo, y uno ha dejado definitivamente de ser joven para convetirse en un adulto. Más allá de que muchas veces no actuemos como tales. Hay gente de mi edad que está destruida, en todo sentido: con el rostro demacrado, con ese rictus de indignación ante la vida, o bien agobiados en deudas. Y aunque yo también he pasado por todos esos flashes, esas instancias, hoy me encuentro bien. Quienes me conocen saben que tengo una familia que me quiere y me aprecia, que me aconseja respecto de mi trabajo, y creo que el valor auténtico está en eso. Es por ello que cuando te falta alguien de tu familia, empezás a sentir el vacío y la cosa se complica. Como mencioné antes, me siento bien (siempre se puede estar mejor), pero no creo que mi vida cambie radicalmente. En primer lugar, porque no veo necesidad de hacerloen un corto plazo. Y en segundo orden, porque es algo que debe ser espontáneo, genuino, y no mirando el almanaque.
El paso del tiempo trae consigo cambios de gustos, de preferencias, nuevas formas de ver la vida. Y eso es positivo. Porque significa que uno evoluciona. Que el pensamiento está orientado hacia una dirección, que puede ser la correcta o no, pero es la que elegimos. Desde luego, los años nos aportan experiencia, y esa capacidad de saber distinguir a la gente jodida o "tóxica" de aquellos que realmente merecen nuesta estima y consideración. Además, aprendí a no hacerme eco de los rumores, ya sea dirigidos hacia mí o hacia terceros. Por ejemplo, si yo tengo un amigo y me dicen barbaridades de él, a mí no me consta. Mientras sea mi amigo, hay un pacto de confianza. Punto final.
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12 de junio de 2014
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