6 de septiembre de 2010

Una luz que se apaga para siempre


Hace dos días, el 4 de septiembre, falleció uno de mis mejores amigos, como consecuencia de un paro cardíaco, en la Fundación Favaloro. Le estaban practicando un trasplante de pulmón, pero sus órganos vitales, dañados por una enfermedad crónica que lo acompañó desde la infancia, no resistieron más y el tan ansiado trasplante, que le hubiera salvado la vida, no pudo concretarse. Escribo esto con cierta tranquilidad (si es que cabe el término), porque ya lloré, ya pasé 12 horas consecutivas en el velorio, acompañamos al cortejo fúnebre hasta el Cementerio y cada uno de nosotros actuó de acuerdo a su conciencia. He comprendido que no soy quién para juzgar a nadie, sobre todo ante situaciones de esa naturaleza, en las cuales cada cual reacciona como puede. Algunos lloran, otros permanecen inperturbables, y otros consideran a un velatorio como un mero compromiso social. Sienten la necesidad de hacer un acto de presencia, pero eso es todo. Yo hice lo mejor que pude para dejar de lado diferencias personales: en definitiva, la muerte de Darío consiguió lo que ninguno de nosotros hubiera podido lograr por nuestra propia iniciativa. Mantenernos juntos, aunque sea por unas horas, unidos por el dolor.

Y ello me permitió darme cuenta que hasta aquella persona superficial y careta no por eso deja de ser humano. Y como tal, también sufre, tiene un montón de quilombos igual que yo y trata de hacer su vida.
Como le comentaba a un amigo que por razones de distancia no pudo asistir al velorio, todavía "no me cayó la ficha". No me acostumbro a la ausencia de Darío. No tomo conciencia de fue una persona con la cual compartí momentos gratos de mi vida. Un ser humano simple, sencillo, sin pretensiones. Darío no era un héroe, ni un intelectual, ni un habitué de "jet set" lobense. Era como yo, y a partir de esa simpleza de dos personas de clase media que estaban en plena efervescencia adolescente nació el vínculo. Nunca tuvimos una amistad estrecha, porque recién cuando recompuse mi relación con mis ex compañeros de la secundaria me abrí un poco más hacia ellos. Pero fue mucho tiempo perdido por la vanidad, por los prejucios, y por la sensación de que transitábamos caminos diferentes. Sin embargo, en algún punto, ambos caminos se encuentran y te das cuenta de que el otro no es tan diferente a vos. Ir a un velatorio es una experiencia dolorosa y desgastante, y trato de evitarlos, pero esta vez hice una excepción, porque Darío es el primero de nuestra generación que deja este mundo. Y no puedo evitar recordar que nos emborrachábamos juntos, íbamos al boliche juntos, salíamos a dar "la vuelta al perro" los domingos a la tarde, y tantas cosas que cuando se vaya armando el rompecabezas voy a rescatar del olvido.

Quedan las fotos, los discos de Charly García,y por último, la imagen del féretro que no olvidaré nunca más en mi vida. Cuando un ser querido se va, cada vez nos sentimos un poco más solos mientras esperamos nuestro propio final.

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