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14 de noviembre de 2011
Yendo de la cama al living
Sólo quienes han tenido que mudarse alguna vez conocen lo engorroso que resulta este trámite, y las innumerables sensaciones que derivan del hecho de tener que abandonar un lugar que uno ocupó durante años. Lo primero que ocurre, cuando llega el momento de poner las pertenencias en cajas, es que uno se da cuenta de la cantidad de objetos inútiles que fue acumulando y que ocupaban un espacio innecesario. Y es natural que aparezca algo que nos conmueva, en medio de tanta hojarasca: una foto con personas que ya no están, un cuaderno de la escuela primaria, una revista de los años ochenta. Y como el camión del flete tiene un espacio limitado, llega el momento de deshacernos de cosas que, si bien tienen cierto valor afectivo, son difíciles de trasladar en virtud de su tamaño. Los muebles pesados también son un problema, y en estos casos se necesita de la ayuda de algún amigo o familiar para moverlos, y si están ubicados en un primer piso quizás haya que utilizar sogas para bajarlos y que no se estropeen. Una mesa y cuatro sillas pueden llevar más tiempo de lo previsto desde que uno comienza a trasladarlos hasta que finalmente reposan en el camión rumbo a su nuevo destino. La biblioteca, los libros, los discos, el equipo de música, el televisor, la computadora, el lavarropas, todo se va dañando cada vez que se mueve de su sitio original. Una vez que se ha cargado todo lo posible y la casa va quedando vacía, hay que tener cuidado de buscar calles pavimentadas y sin pozos, para que los objetos más frágiles no sufran el trajín. Por eso, no hay nada mejor que encontrar un lugar para vivir y sentirnos a gusto, de manera todos los objetos que nos rodean se mantengan siempre en su lugar y no haya que pasar por la ingrata experiencia de una mudanza, que dura varios días hasta que uno se va acostumbrando a su nuevo hábitat.
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