6 de marzo de 2020

Campos verdes y amarillos

Marzo ha empezado con un calor inusitado. Sólo espero que cese de subir el termómetro y que pueda tener un buen descanso. Para colmo de males, se me rompió el ventilador de mi habitación. Provisoriamente estoy usando otro que encontré en el altillo, pero hace un ruido bastante intenso, parece el motor de una Ford F-100.

Uno de los primeros recuerdos que tengo de mi infancia está teñido de verde y amarillo. Sería el año 1983. Ibamos en el Taunus de mi abuela rumbo a la Parroquia San Vicente Pallotti, para el bautismo de mi hermano, que había nacido hace pocos meses. Esa imagen de ir surcando las calles rumbo a Empalme oteando el horizonte por la ventanilla, observando el verde del campo y flores amarillas me acompañará toda mi vida. El auto también era verde, pero con una tonalidad opaca, a la usanza de los Falcon de aquel entonces. También recuerdo (no sé cómo), cuando era niño y mamá me llevaba en brazos hasta el consultorio del doctor, una noche, porque tenía una hemorragia en la nariz. Los festejos del Mundial '86, cuando papá me llevaba en la falda para que yo pudiera tocar bocina y sumarme al jolgorio colectivo a bordo de nuestro Renault 6. Lo que sucedió en el Mundial '90 me viene a la mente con mayor nitidez, porque la gente celebraba pese a que habíamos perdido la final contra Alemania. En esa época teníamos un Volkswagen Passat modelo 1981, si no me traiciona la memoria, con el cual hicimos viajes inolvidables y devoramos kilómetros cuando todavía se podía viajar a Buenos Aires con asiduidad y pasear en los primeros shoppings que aparecían en el país. Pleno menemismo. 

El primer diente "de leche" que se me cayó también constituye un episodio memorable, quizás por su naturalidad y simpleza. A los 8 años me partí un diente cuando me tiré de cabeza a la pileta con demasiado ímpetu y violencia, parecía el Conde Drácula. Lloraba porque me sentía horrible al resto de mis compañeros. Por suerte el dentista hizo un buen trabajo y pudo arreglar aquella pieza dental partida por la mitad. Cuando uno es chico cree que la vida no terminará nunca y que el infinito le pertenece, hasta que fallece algún abuelo o familiar cercano, nos obligan a ir al velorio, y nos encontramos con el cadáver de aquellas persona que supimos conocer llena de energía y con una autoridad moral indiscutible. Luego llega la adolescencia, la secundaria, las primeras chicas que uno conoce y se enamora, hasta que nos dan una patada en el culo y nos dicen que hay que trabajar, comprendemos entonces que nuestros padres no estarán para siempre y que tendremos que parar la olla todos los días. Ganarnos el pan, con sueldos miserables y sueños truncos por la cruda realidad. Vemos, sin envidia pero con tristeza, cómo otros consiguen prosperar más rápido mientras uno se enreda en la eterna lucha por sobrevivir. Desde los 18 en adelante, nos damos cuenta de que la mayoría de edad nos otorga muchas más responsabilidades que satisfacciones. Ya podemos votar, y el primer sufragio casi siempre resulta un fiasco, porque aún creemos en la ingenuidad de que nuestro sobre en la urna podrá cambiar algo. En los años sucesivos comprobaremos que esto no es así, ni siquiera remotamente. Entenderemos que el mundo se rige por el poder económico más que por el político. Que los presidentes son títeres de los empresarios que no aceptan resignar un solo centavo. 

Cuando estoy en vigilia y me dispongo a dormir, vuelven como un mantra los campos verdes y amarillos, como una señal de que mi cerebro aún guarda espacio para recordar una escena quizás intrascendente de hace 37 años. Tal vez sea, ni más ni menos, que una versión antojadiza del mito del eterno retorno. Punto final. 

Idas y vueltas hacia el mismo lugar

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