Todo el tiempo debemos tomar decisiones. Desde aquellas que
parecen más simples y cotidianas, como elegir un determinado producto de la
góndola del supermercado, hasta otras donde está en juego la vida de un ser
querido. Comprar un medicamento que es muy caro. Elegir entre una internación o
un tratamiento ambulatorio. Hacer los trámites necesarios para cambiar de obra
social, o buscar una prepaga de mayor cobertura que no te descosa el bolsillo
en el intento.
Pero también, en la vida a veces hay que aprender a decir
que “no”. No a la manipulación de nuestras emociones. No a los hábitos poco
saludables, aunque nos den placer, como fumar un cigarrillo (de hecho de vez en
cuando lo hago). Negarse a ser víctima de la burocracia, dentro de lo posible.
No dejarse engañar por personas cuyo único objetivo parece ser cagar al otro. Porque
no vinimos a este mundo para sufrir o mortificarnos, la persona no es una “cosa”,
tenemos sentimientos, aspiraciones, proyectos, ganas de torcer la historia que
a veces nos resulta esquiva.
No quiero llegar a viejo (si es que llego), y tener que
decirles a mis hijos o a mi sobrino que el país está peor de cómo yo lo
encontré cuando crecí. Quiero que mis hijos puedan jugar en la vereda, o en la calle, o en un potrero. Eso no existe más. Lamentablemente, la clase política se caga en todos
nosotros, en quienes los votamos y en quienes no, porque en definitiva siempre
vuelven. El “que se vayan todos”, es una utopía. Vuelven reciclados, con otro
slogan, con el escudito de otro partido, pero son los mismos. Y si se mueren, dejan como legado a toda una
generación de idiotas útiles, manga de tecnócratas que se consideran intocables, que nos quieren hacer creer que son el cambio y
que son “lo nuevo”. A veces, me da la sensación de que esta película ya la vimos. Punto final.