Muchas veces, se vuelve desgastante "pensar en el futuro": en el futuro nuestro, del país, de nuestros hijos, o de la cotización de dólar. En principio, esto es así porque lo único que tenemos para aferrarnos es el momento presente, lo que estonstamos viviendo, y por lo tanto aventurarse a lo que vendrá no aporta demasiado. Lo que sí podemos hacer es tomar conciencia de que, más allá del gasto público, podemos administrar nuestra economía doméstica para llegar lo mejor posible a fin de mes. Eso de algún modo también es pensar en el futuro, pero desde un lugar diferente: no ya desde lo que pueda o no suceder, sino previendo que la guita no nos va a alcanzar si nos gastamos la mitad de lo que ganamos en la primera semana.
Constantemente estamos proyectando, pensando qué vamos a hacer cuando nos tomemos vacaciones, un fin de semana largo, cuando llegue una fecha tan anhelada.. y eso nos genera expectativas desmesuradas sobre hechos que, cuando se ven consumados, no revisten la importancia necesaria como para justificar tanta carga emocional, tanto "maquinarse", por más buenas intenciones que tengamos. Cuando en un mundo tan incierto el hombre intenta buscar certezas (y se da cuenta de que la única certeza es la muerte), entramos en problemas. Las cosas difícilmente salgan como las planeamos, porque no depende sólo de nosotros sino de una serie de factores externos que no podemos controlar. Por citar un caso, podemos pensar en unas vacaciones maravillosas en Mar del Plata, pero resulta que llovió toda la semana y ni siquiera pudimos "mojarnos las patas" en el mar. Es así. Nuestra responsabilidad es con el corto plazo, no con utopías o proyectos ilusorios. Cuanto menos expectativas tengamos sobre "lo que vendrá", mejor nos vamos a sentir si -llegado el momento- las cosas nos salen bien. Contrariamente a lo que la gente cree, tener aspiraciones modestas no es de mediocres, es de personas equilibradas que realmente piensan en sus posibilidades concretas y no construyen "castillos en el aire". Punto final.
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