12 de junio de 2019

No dejarse llevar por la desesperación

Miércoles por la noche, una jornada cálida y con una humedad pegajosa que se impregna por todos lados. Hoy tuve un día bastante agitado, porque había perdido mi cámara de fotos y tal situación me tenía muy angustiado, es una de mis herramientas de trabajo. Finalmente, la encontré en un negocio que fui y allí se había caído, pero en ese interín estuve averiguando precios en las casas de electrodomésticos. Ya casi ni se venden las cámaras digitales tipo pocket, porque la mayoría de la gente utiliza el celular. Sólo en un comercio tenían una disponible, pero valía cerca de 8.000 pesos y me pareció una locura pagar semejante suma por algo que no amerita dicha cifra. El mismo modelo (usado), lo vi en una publicación de Facebook a 1.200 pesos. Por supuesto que en la medida de lo posible siempre es mejor comprar un producto nuevo, pero no todos tenemos esa solución a nuestro alcance.

Los insumos que se emplean para el periodismo digital suelen tener un costo considerable, actualmente no estoy en condiciones económicas de comprarme una cámara profesional Nikon o Canon, pero me las rebusco con los recursos que tengo. Las inversiones a realizar para que el trabajo quede prolijo también incluyen el software adecuado para editar y retocar las fotos, de forma tal de otorgarles calidad y nitidez.

Por otra parte, el incidente de la cámara me llevó a pensar cómo uno se desespera de repente ante este tipo de cosas, que pueden sucederle a cualquiera. Un persona extravía o pierde un montón de objetos en un determinado plazo, porque es normal que pase, aunque procures mantener el orden y guardar todo meticulosamente. Si me hubieran asaltado y robado mis pertenencias, mis herramientas de laburo, hubiera sido aún peor porque las chances de recuperarlas serían nulas. Lo que pretendo expresar, es que me hice mala sangre por algo que podría haber ocurrido, y porque en esos momentos no podés tener la cabeza fría para recordar el último lugar donde viste eso que se te perdió en el camino. 


De vez en cuando, es bueno dejar el ego en un rincón y darnos cuenta de que no somos el centro del universo. Dentro de unos años (sólo Dios sabe), nadie se acordará de nosotros, porque la vida sigue, y como cantaba Charly García: "Mientras miro las nuevas olas/yo ya soy parte del mar". La novedad, como sostengo siempre, es efímera, y me puse a pensar en ello leyendo un ensayo notable de Beatriz Sarlo, "Instantáneas" (1996). En el libro se aborda el fenómeno de la posmodernidad (en realidad no sé si denominarlo fenómeno), el reciclaje eterno de la moda, el hecho de que todo vuelve, como sucede ahora con el promocionado furor de los discos de vinilo. Quién sabe qué sucederá dentro de cinco o diez años, sobre todo porque las proyecciones indican que la brecha social se ensancha y hay un grupo minúsculo de gente que tiene la guita y el resto del rebaño que recibe el "chiquitaje", las migajas. Sin embargo, esto no es una queja, es una observación basada en las desigual distribución del ingreso. Pero me estoy yendo de tema: Sarlo, en el libro antes mencionado, se detiene en la estética de los shoppings, en aquellos aspectos que hacen de los centros comerciales un "no-lugar". Podés pasarte el día entero dando vueltas en el Alto Palermo, al fin y al cabo, a nadie le importa. Lo que importa es que gastes guita, que consumas: obviamente esto no es nuevo. Pero un shopping (también denominado "mall"), es el ícono del capitalismo. No importa si sos de la Villa 31 o de San Isidro, mientras saques la billetera o la tarjeta de crédito, sos bienvenido. En ese sentido, la lógica del shopping tiene un particular sentido de "inclusión".


Podría abundar en el asunto, pero prefiero dedicarle más tiempo a este tema, una vez avanzada la lectura del libro, y sin dejarme vencer por el sueño.

Para concluir, como podrán inferir, hay pérdidas mucho más importantes que calan hondo, porque son irreparables y no hay consuelo que pueda mitigar la tristeza. No hay forma de volver sobre tus pasos y dar marcha atrás. Lo de hoy fue una mera anécdota que tuvo un buen final, pero me hace pensar en la necesidad cuidar a nuestros viejos y seres queridos, porque no los tendremos para toda la vida, y esas son las pérdidas que más duelen. Quizás, las únicas que realmente merecen padecer dolor. Punto final.


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