7 de noviembre de 2019

Recuerdos de la infancia

La "hora de la siesta" es un rito bien pueblerino, aunque justo es afirmar que se ha extendido a más conglomerados urbanos. Recuerdo que cuando éramos niños, a mi hermano y a mí nuestros padres no nos dejaban salir, sobre todo en el verano, tal vez para no perturbarles el descanso a ellos. Cuando el resto de la ciudad se sumía en el letargo. Podíamos, sí, usar la pileta de fibria de vidrio que Papá con mucho esfuerzo había podido comprar, hasta que comenzaron a sobrevolar la zona avionetas de alguna dependencia del gobierno para determinar quiénes tenían piletas y el consiguiente gasto de agua.
Me viene a la memoria, también, que ocasionalmente me daban plata para ir a la pileta del Fitti, pero yo era muy tímido y ni siquiera  me animaba a entrar. Me parecía medio cheto el ambiente así que les devolvía el dinero. En esa época no había tantas quintas con pileta como en la actualidad, y menos aún estaba disponible la posibilidad de alquilarlas para pasar el día.

Aquellos veranos de fines de los '80, con cortes de luz y miles de inconvenientes propios de la alta demanda de energía, no los sufrimos, éramos felices, pese a que no estaban dadas las condiciones que todos queríamos. Nos arreglábamos con lo que teníamos, y nuestros padres eran quienes hacían el mayor esfuerzo porque no dudaban en privarse de muchas cosas para otorgarnos a nosotros una buena educación, y oportunidades de esparcimiento.

Durante el invierno, la pileta se llenaba de sapos y renacuajos, por el agua estancada. La limpieza cada vez que asomaba el verano y el calor demandaba mucho trabajo, con escobas y cepillos con lavandina removiendo los hongos y el verdín. 

Ya casi nada queda de ese rescate emotivo: la pileta fue removida, la casa se vendió, y nosotros fuimos creciendo. Desde 2004 que cambié de domicilio junto a mi familia y a decir verdad se extraña un poco la excelente vista que teníamos al levantar las persianas cada mañana, frente al Parque. En aquel entonces era un barrio muy postergado y poco urbanizado. No fue hasta 1993 que llegó el asfalto, y hubo que pagarlo en interminables cuotas. Pero fue todo en aras del progreso de un sector de Lobos que, con el tiempo, se convirtió en una zona netamente residencial. 

Uno va cambiando conforme a sus deseos y expectativas, pero también en base a lo que impone el contexto social. Porque allá por 1988/89, había crisis, sólo que nuestros padres hacían todo lo posible para que no lo notáramos. Ahora, siendo yo y mi hermano adultos, debemos asumir la responsabilidad que nos cabe por tal condición. 

Aquellas semblanzas de chapuzones promediando diciembre, del "toque de queda" a la hora de la siesta, de cassettes grabados de la radio porque era carísimo comprar uno original, perdurarán para siempre en mi memoria, porque acaso fue aquella inocencia la que nos hizo pasar una infancia feliz. Punto final.  


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